Tragedia y recuperación de Joe Biden: de la muerte de su esposa e hijos a la Casa Blanca

07 noviembre 20
Tragedia y recuperación de Joe Biden: de la muerte de su esposa e hijos a la Casa Blanca

Por: Infobae

De esta casa a la Casa Blanca, con la gracia de Dios”, escribió Joe Biden en uno de los puntos finales de su campaña por la presidencia de los Estados Unidos: la vivienda de Scranton, Pensilvania, donde nació el 20 de noviembre de 1942. El estado natal del demócrata —y de la constitución del país— fue uno de los pocos que mantuvo el recuento de votos en un suspenso tan intenso que incrementó las búsquedas de “café” y “venta de alcohol” en Google. Y Biden llegó hasta allí, como quien termina un viaje en el mismo puerto donde lo comenzó, a cerrar el ciclo de una vida entera dedicada a la política.

Su jura como mandatario número 46 lo convertiría en el de mayor edad al asumir, con los 78 años que tendría en enero. No resultaría un extraño en la sede del gobierno ya que fue vicepresidente de Barack Obama en los dos términos de 2008 a 2016; mucho menos en Washington DC, donde durante 36 años trabajó como senador del estado de Delaware.

En eso encarna exactamente lo opuesto que Donald Trump, quien asumió sin carrera política previa e hizo de eso una virtud proclamada, contra el establishment que parece agotar a buena parte del electorado estadounidense. Biden es también su antípoda en otro sentido: ofrece la promesa de la previsibilidad, algo que, hacia el fin de este 2020, se diría que anhela otra gran cantidad de ciudadanos, exhaustos por la beligerancia política y el peso de la pandemia de COVID-19, que ha dejado una estela de 235.000 muertes, desempleo y desesperanza.

De aquella casa de Scranton salió por primera vez a los 13 años, cuando su padre perdió el principal de sus dos empleos —vendía automóviles usados— y vislumbró un futuro mejor en Delaware. Con sus cuatro hijos, de los cuales Joe era el mayor, Jean Finnegan y Joseph Biden se instalaron en Mayfield, un suburbio de Wilmington. De aquella crianza sacó ese aire a persona común, de trabajo —un gran aporte a la fórmula de Obama, quien gustaba más entre los jóvenes y la gente más educada—, aunque hace rato que su patrimonio superó el millón de dólares.

Además del catolicismo sus padres le enseñaron la resistencia, la capacidad de ser fuerte pero elástico para prevalecer, sea ante los desafíos de la vida —Biden sufrió un tartamudeo en la infancia, que superó con una ejercitación muy esforzada— como ante la tragedia, que lo puso a prueba con golpes bajos. “La medida de un hombre no es cuántas veces lo tiran al suelo, sino la velocidad a la que se levanta”, solía decirle el padre.

La madre ofrecía consejos menos abstractos. En una ocasión Biden llegó llorando a la casa, afectado por el bullying de otro niño en la calle y Jean, en lugar de consolarlo, le sugirió que al día siguiente le diera una trompada en la nariz para zanjar el asunto. “Así podrás caminar tranquilo”, argumentó.

En Delaware logró ingresar en la prestigiosa Archmere Academy; trabajó como limpiador de ventanas y desmalezador para ayudar a que sus padres pagaran esos estudios. Luego se inscribió en historia y ciencia política en la Universidad de Delaware (aunque más le interesaban las muchachas, según recordó) hasta que pasó a cursar derecho en Syracuse.

Llegó allí impulsado por la ambición pero también por las mariposas que le habían quedado en la barriga tras un viaje de Spring Break a Bahamas, en 1961: había conocido a una estudiante de Syracuse, Neilia Hunter, y se había declarado “noqueado de amor a primera vista”. Debió esforzarse por mejorar su nivel mediocre de calificaciones para que lo aceptaran en la Escuela de Leyes, y acaso también para impresionar a la rubia. Se casó con ella en 1966.

De esos años datan algunos episodios menos refulgentes de su biografía, que fueron materia de memes en la combativa campaña electoral. En su primer año como estudiante de posgrado tuvo un problema: no citó adecuadamente una referencia, como lo describió luego. Siempre dijo que fue inadvertido. Sin embargo, cuando en 1988 lo acusaron de haber plagiado un momento emotivo de un discurso del laborista británico Neil Kinnock, sobre cómo alguien de orígenes humildes puede llegar a la universidad, sus adversarios comenzaron preguntarse si tendía al cut & paste.

El otro hecho opaco que corrió velozmente en las redes sociales —tal el trato que los algoritmos dan a la desinformación en las plataformas— fue su situación en la guerra de Vietnam. Como un joven sano, que con su 1,82 metro de altura se había destacado en el equipo de fútbol americano de Archmere Academy, fue llamado a filas. En 1968, mientras 296.406 muchachos como él debieron ir a combatir —la segunda convocatoria más grande—, quedó eximido tras un examen médico militar.

Entre agosto de 1964 y febrero de 1973 se reclutó a 1.857.304 civiles mayores de 18 años para sumarse a una fuerza militar de más de 3,4 millones que se desplegó en el sudeste asiático, según el Departamento de Asuntos de los Veteranos. Al trauma de la prolongación del conflicto, uno de los más rechazados por la ciudadanía, se sumó la muerte de 58.220 de esos jóvenes; entre los sobrevivientes heridos, que superaron los 300.000, hubo un 300% más de mutilados que en combates anteriores.

Igual Trump, nacido en 1946, Biden solicitó que se postergara su servicio. En tanto estudiante universitario, el demócrata recibió cinco extensiones a la fecha de presentación. Luego tanto él como Trump recibieron una clasificación 1-Y, que los eximió de ir al frente: sólo se les podría aplicar una leva si hubiera una emergencia nacional. En el caso de Trump, el diagnóstico médico fueron espolones óseos en el talón; en el de Biden, un asma durante la adolescencia. Y para ambos, la mirada del público ha sido de disgusto.

Poco después, graduado y con tres hijos, Beau, Hunter y la bebé Naomi, Biden se lanzó a la improbable tarea de convertirse en senador por Delaware en competencia contra el republicano J. Caleb Boggs: tenía 29 años y su campaña fueron sus padres, su esposa y su hermana Valerie. Ganó.

Se disponía a comenzar el primero de sus seis términos por Delaware en el Senado cuando una semana antes de la Navidad de 1972 Neilia y Naomi murieron en un accidente: su furgoneta chocó contra un camión. Los dos hijos varones quedaron mal heridos. Una foto histórica ha recorrido los medios en las últimas semanas: el senador más joven que se hubiera elegido juraba su banca en el hospital donde cuidaba a los pequeños sobrevivientes de lo que había sido su familia.

Desde entonces se lo conoció como el político con más horas-tren de Capitol Hill: todos los días viajaba de ida y de vuelta entre Wilmington y Washington DC para poder estar con sus hijos, llevarlos a la escuela a la mañana y acostarlos en sus camas a la noche. Durante cinco años los crió solo, con la ayuda de su hermana Valerie; al cabo de ese tiempo, se casó con Jill Jacobs, su actual esposa, una profesora de educación terciaria, con quien tuvo otra hija, Ashley.

La pérdida de su esposa nunca se había retirado del todo de su vida; a veces aparecía como tristeza, otras como ira y salía a caminar con la ilusión de meterse en una pelea a puñetazos con alguien. En 1977, con dudas sobre su capacidad de entrar a un segundo matrimonio en esas condiciones, le preguntó a Jill si realmente podría casarse con alguien que tenía sentimientos tan fuertes por otra persona. “Cualquiera que haya amado tanto una vez puede volver a hacerlo”, le dijo ella. Biden sintió que la corriente de emociones entre ellos le daba lo que el duelo le había negado: “Permiso para volver a ser yo mismo otra vez”.

Desde 1973 a 2009 estuvo en su banca, casi como parte del mobiliario del edificio que concentra el poder político de los Estados Unidos. Se convirtió en una de las voces más respetadas en asuntos internacionales, al punto que durante varios años fue titular del Comité de Relaciones Exteriores. Trabajó en cuestiones como limitación de armas estratégicas durante los años de la Guerra Fría con la Unión Soviética, la guerra en los Balcanes, la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para incluir a naciones del ex bloque del Este y se opuso a la primera guerra del Golfo, aunque votó a favor de la invasión a Irak en 2003 (cuatro años más tarde objetaría su manejo y se opuso al aumento de tropas en 2007) y ese mismo año impulsó acciones de su país para detener el genocidio en Darfur.

Antes de este intento de llegar a la Casa Blanca —el último, debido a su edad— Biden manifestó el deseo en 1984, 1988 y 2008. Muchos ni siquiera cuentan el primer episodio, cuando quedó nominado Walter Mondale: tras hacer el anuncio quedó tan atrás que se retiró con elegante silencio. En 1988, en cambio, ganó dos delegados a la convención que terminó por proclamar a Michael Dukakis.

El esfuerzo de la campaña, pensó, le había dejado un dolor de cabeza pertinaz; sin embargo, resultó algo mucho más peligroso: le encontraron dos aneurismas. Lo operaron con éxito pero sufrió una complicación: coágulos en los pulmones. Necesitó otra cirugía, solo por eso, y siete meses de difícil recuperación en total. Para superar ese tiempo de complicaciones sólo se concentró en una cosa: recordarse que había pasado por cosas mucho peores en su vida.

Su último dardo hacia la presidencia pegó cerca de la diana: en 2008, se retiró para adherir a uno de sus competidores y la fórmula Obama-Biden derrotó a la republicana, de John McCain y Sarah Palin. Como vicepresidente número 47, además de haber participado en las políticas sobre Irak y Afganistán, actuó consejero general de Obama y negociador en el Congreso sobre aumento de impuestos y recortes de gastos, además de alzar la voz sobre el control de armas y el matrimonio entre personas del mismo sexo. En 2017, a punto de dejar el cargo, Obama le otorgó la Medalla de la Libertad. “Aquí le damos a internet una última ocasión de hablar de nuestro bromance”, dijo el ex mandatario para distender la situación: Biden lloraba.

Su larga carrera le ha ganado distintas críticas por el camino, y algunas de ellas se reavivaron, juntas, en ocasión de su candidatura. Incluso su compañera de fórmula, Kamala Harris, lo increpó, cuando todavía eran competidores en las primarias: “No creo que usted sea un racista, pero…”, comenzó a recordarle que él había colaborado con legisladores contrarios a los buses escolares que reducían el segregacionismo en el acceso a la educación. “En California había una niña de segunda clase, a la que transportaban gracias a esos programas. Esa esa niña era yo”, le dijo. Biden se defendió: siempre había creído en la importancia de trabajar en conjunto con los que pensaban distinto para sacar leyes adelante, y muchas veces había aceptado un denominador común muy bajo.

También resultó impopular —no en aquel momento, pero sí con los años— que en 1994 se contara entre los principales impulsores de la Ley de Control de Delitos Violentos y Orden Público, que Bill Clinton promulgó, mientras Biden lo acompañaba, con orgullo por haber sido uno de sus hacedores: marcaba la unión entre los demócratas y las autoridades policiales luego de una campaña para quitarle el tema de la seguridad a los republicanos. Esa norma fue cimiento del encarcelamiento masivo que afecta en enorme medida a los afroamericanos, al punto que se lo llama “el nuevo Jim Crow”, en alusión a los años del segregacionismo. Por cada persona blanca en prisión hay 5,2 afroamericanas (y 1,7 latinas).

Biden se ha defendido: el problema no fue la ley en sí sino cómo la aplicaron los estados. Pero durante la campaña, mientras buscaba el voto de las minorías étnicas, sus adversarios le recordaron que en aquellos años se jactó: “Cada proyecto de ley sobre delitos graves desde 1976 que ha salido de este Congreso y cada proyecto de ley sobre delitos menores, ha tenido el nombre de este senador demócrata del Estado de Delaware”. Presionado en una entrevista abierta de la campaña 2020, concedió: “Fue un error”.

Otro episodio polémico ha sido su intervención en el Comité Judicial del Senado en 1991, durante las audiencias de confirmación del juez de la Corte Suprema Clarence Thomas, que entonces había sido acusado por Anita Hill de acoso sexual; Hill atravesó una ordalía de declaraciones, para prácticamente no ser escuchada.

Biden mismo fue acusado de contacto físico indeseado por muchas votantes, y en 2019 una ex integrante de su staff, Tara Reade, dijo que se había sentido incómoda junto a él en las oficinas del Senado, en los ’90s; en 2020 agregó que él la había atacado sexualmente en 1993. Biden y su campaña negaron cada caso. Al oficializar su candidatura, además, el ex vicepresidente reconoció cierta falta de sentido sobre la distancia social adecuada, y la puso en la cuenta de su simpatía sin reservas. Prometió ser más consciente y tener más cuidado.

Bastante escrutinio recibió también su patrimonio, que comparte con su esposa y llega a USD 9 millones, según Forbes. La estimación suma USD 4 millones en propiedad inmueble, inversiones por otros USD 4 millones y una pensión federal de más de USD 1 millón. Según las declaraciones de impuestos de los Biden de 2016 a 2018, cada año pagaron aproximadamente el 30% de sus ingresos en impuestos, o donaron una parte importante a organizaciones benéficas.

En sus años en el Senado los ingresos del demócrata pasaron de USD 42.500 a USD 174.000 por año; su asunción como vicepresidente los llevó a USD 230.000 por año. Pero el gran aumento se dio una vez que dejó la función pública: USD 8 millones tras la firma de un contrato con Flatiron Books por varios libros (tanto él como su esposa publicaron autobiografías, Promises To Keep y Where The Light Enters, respectivamente), que luego generaron regalías por casi el doble.

Biden también comenzó a dar conferencias en instituciones, tanto ad honorem como pagas: en estos casos, sus honorarios variaron desde USD 40.000 a USD 190.000. Y en ese proceso se acercó nuevamente a la vida académica, como profesor del Centro sobre Diplomacia y Participación Global de la Universidad de Pensilvania. Su salario fue de USD 540.000 anuales.

Durante la campaña dijo que, si perdía, abrazaría su vida de docente. Además de sus cargos en U-Penn, ha prestado su nombre a un instituto sobre cuestiones de política interior estadounidense en la Universidad de Delaware. “El Instituto Biden se concentra en temas que han animado su carrera pública y se arraiga en dos principios guías que él ha defendido históricamente: las oportunidades económicas y la justicia social”, según el sitio.

Desde la Casa Blanca, esta vez como presidente, Biden podría tener numerosas posibilidades de poner en práctica esos principios. La desigualdad en el tejido comunitario, tanto por el racismo como por el sexismo, son dos temas que se instalaron en la agenda pública con fuerza suficiente para seguir presentando desafíos en el futuro inmediato.

La crisis económica puede ser un capítulo entero aparte en su afán por crear oportunidades: en un momento histórico cuando Wall Street parece separada de Main Street por un abismo, el coronavirus llegó para complicar las cosas. Las corporaciones tienen indicadores positivos; todo lo contrario le sucede a millones de personas que vivían de trabajos evaporados debido al terrible impacto de la pandemia.

Con su máscara negra, un modelo a tono con sus anteojos aviadores, Biden, ha comunicado un mensaje sobre el coronavirus que muchos esperaban. Cada vez que pudo difundió opiniones basadas en la ciencia —la médica y la epidemiológica, pero también la económica— sobre cómo actuar para preservar vidas y mantener el país en marcha. Recordó también que él tuvo todo que ver en las arduas negociaciones para aprobar la Ley de Salud Accesible, u Obamacare, que Trump ha tratado de desmantelar; dijo también que —debido a las tragedias que ha sufrido— la salud es “algo personal” para él.

El último de esos golpes de la vida fue la muerte prematura de su hijo Beau, quien seguía sus pasos en la política pero, a los 46 años, sucumbió a un cáncer cerebral. Fue él quien lo convenció de volver a intentar la carrera por la presidencia, cuando todavía era vice.

Biden había pensado que alguna vez ese hijo sería candidato a la Casa Blanca, pero el diagnóstico le había cercenado ese sueño. Pensaba si presentarse o no a las primarias demócratas de 2016, cuando su familia lo citó para una charla íntima. Biden pensó que le pedirían que no los sometiera a la locura de una campaña cuando ya bastante difícil sería el tratamiento médico de Beau. Sin embargo, fue él quien lo corrigió: “Papá, no entiendes nada. Tienes que competir. Yo quiero que compitas”, contó en su crónica del final de Beau,Promise Me, Dad.

Aunque no pudo entonces —su hijo mayor murió en 2015— Biden regresó a la contienda interna en 2019, y se convirtió en el candidato que enfrentó a Donald Trump: un esfuerzo que, de algún modo, para él quedó asociado a la memoria de su primogénito. En el clima de pendencia mutua entre demócratas y republicanos, el otro hijo, Hunter, pareció ser la sorpresa de octubre —la bomba que, con regularidad sospechosa, cae en las campañas en Estados Unidos justo antes de las elecciones— cuando el New York Post publicó un correo electrónico que revelaba su posible tráfico de influencias con la empresa ucraniana Burisma.

En el sprint hacia el 3 de noviembre, Biden trató de evitar el asunto. Su mensaje fue propositivo —el regreso a muchas medidas y muchas políticas de sus años con Obama, borradas en los primeros 100 días de gobierno de Trump— y de ataque a su adversario. “Podemos poner punto final a una presidencia que ha fracasado en la protección del país”, dijo. “Podemos poner punto final a una presidencia que ha echado leña al fuego del odio en cada oportunidad”.

Días más tarde, con el recuento de votos ya avanzado, ese afán que lucía titánico parece haber sido solo un primer paso.

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